por Fedra Escoda Carmona
Michael Grejniec, ¿A qué sabe la luna?, Kalandraka.
¿A qué sabrá la
luna? Parece ser la eterna pregunta que se han hecho siempre los animales. No
bastará con subir la montaña más alta para intentar tocarla, pues para hallar
la respuesta a su interrogante deberán encontrar el modo de ingeniar un plan de
colaboración solidaria, olvidando por ese instante las diferencias, entre unos
y otros, arraigadas a su naturaleza animal.
¿Lograrán un
pedacito de esa luna burlona? ¿Quién será el afortunado que le de alcance en
primer lugar? Sin lugar a dudas, nos sorprenderá saber que no importa cuan alto
o voraz seas, el ingenio y la subestimación serán claves en la conquista.
Una tortuga, un
elefante, una jirafa, una cebra, un león, un zorro, un mono y un diminuto ratón,
todos ellos desean morder a luna en las alturas del cielo.
Esta fábula,
cargada de camufladas ironías como, por ejemplo, ese león situado encima de un
bufete libre, se estructura como un cuento tradicional, con frases simples, con
fórmulas repetitivas muy propias en cuentos infantiles y pequeños diálogos que
enriquecen la lectura de la obra.
Las ilustraciones
son excelentes, con un estilo de dibujo sencillo de tipo figurativo próximo a
la realidad, que acompañan el texto a cada página facilitando al lector la
comprensión. El brillo y estucado del papel couché sobre el que están
elaboradas, proporcionan una simulación de relieve y volumen al paisaje y a los
personajes. El fondo negro azulado que simula la noche, otorga el escenario
perfecto para destacar el colorido de los animales y, concretamente, el blanco de
la gran luna.
Como todo buen
cuento, tiene su moraleja, la enseñanza que quiere transmitir a esos niños y
niñas que se inician en el mundo de la literatura.
A simple golpe de
vista y sin echar humo por la cabeza, es fácil advertir que lo que pretende el
autor con esta historia, es mostrar a los niños/as que no importa cuan lejos e
inalcanzables parezcan estar tus sueños, los puedes alcanzar, y cuando se trata
de un sueño común, sólo con el esfuerzo de todos, con el trabajo en equipo y
ayudándonos unos a otros sin importar nuestras diferencias, llegaremos a la
meta soñada (o al menos de forma más fácil).
Esta es una bonita
enseñanza que los niños pueden alcanzar a comprender e interpretar, pero, por
buscarle ya los tres pies al gato (tendencia de los adultos a complicarlo
todo), quizá esta sencilla historia aguarde un mensaje camuflado entre líneas y
animales, que se deja insinuar por el pez que todo lo ve. Pudiera ser que se
escondiera aquí la mayor ironía de esta fábula, una oculta moraleja causa de
controversia en la historia, y es que...
Ansiamos todo lo
que vemos, y cuanto más lejos e imposible sea, más si cabe.
Vivimos deprisa,
todo lo queremos ya, e inventamos mil triquiñuelas con tal de obtener el fin
deseado, y, cuando más nos cuesta y más se aleja, nuestra ansiedad aumenta, el
ritmo cardiaco se nos acelera. Un aura color fuego nos envuelve y quema,
arrasando todo lo que se nos ponga por delante, pisando sin compasión a qué o
quién haga falta con tal de llegar hasta la “luna”.
¿El fin justifica
los medios? Es una cuestión que puede abrirse en esta trama burlesca de la
sociedad. Las personas, cada vez más amorales y despersonalizadas, atadas a una
felicidad de duración fugaz, parece que caigan atrapadas, cual insecto queda
pegado en la telaraña de una viuda negra, en las redes de una sociedad regida
por la mano negra que desata todas las cualidades destructivas del ser humano.
La sociedad del
primer mundo, privilegiada… Es tan pobre de espíritu e ignorante, que no ve más
allá de sus narices, no somos conscientes de que la felicidad no depende de
nada que debamos alcanzar, pues en las pequeñas cosas que se suceden a nuestro
alrededor es donde prevalecen todas las posibilidades.
Y está ahí, tan
cerca... ¡El pez en su río lo dice! Y no hay necesidad de pisar a nadie, no
hace falta romper nada, sólo dejar de correr, observar, pasear y tender alguna
mano por el camino.